En enero de 2025, Google bloqueó las herramientas SEO. Lo hizo sin aviso público, endureciendo sus medidas anti-scraping sobre los resultados de búsqueda. Esto afectó a plataformas como Semrush, Ahrefs y otras, que dejaron de mostrar posiciones actualizadas o directamente colapsaron. El resultado fue inmediato: perdimos la capacidad de monitorear de forma automatizada lo que pasa en Google.
¿Y por qué importa esto? Porque en SEO todo gira en torno a lo que vemos en las SERPs. Si no podemos observar, no podemos medir. Y si no podemos medir, no podemos tomar decisiones estratégicas con fundamento. Lo que parecía una simple limitación técnica se convirtió, de pronto, en una alerta estructural: Google puede cortar el acceso a la visibilidad cuando quiera. Y lo hizo.
Nota: Google no bloqueó la SERP en sí. Cualquier usuario puede seguir buscando con normalidad. Lo que se bloqueó fue el acceso automatizado a esa información: el espejo que las herramientas usaban para reflejar lo que ocurría en los resultados. Y cuando ese espejo se rompe, el SEO se queda ciego.
No fue un fallo técnico. Fue una lección de poder.
El SEO se había vuelto adicto a mirar: mirar todo, medir todo, controlar todo. Una religión de dashboards donde una posición 3.4 podía justificar una campaña, un despido o un bonus. Pero claro, eso funcionaba mientras Google fingía no darse cuenta. Hasta que dejó de fingir.
La reacción fue inmediata. Llanto masivo en LinkedIn. Expertos en modo “shock post-apocalíptico”. Consultores releyendo informes como si fueran cartas del tarot. La industria entera paralizada, víctima de su propio sesgo de omisión: esa tendencia a creer que no hacer nada es menos grave que hacer algo mal. Y lo habíamos perdido: el acceso libre al campo de juego.
El problema no fue técnico. Fue psicológico. Y profundo. Lo que vivimos fue un caso de manual de heurística de disponibilidad: sin datos actuales, nos aferramos a lo último que vimos. “Mi posición en diciembre era buena, seguro sigo igual”. Error. Pero reconfortante. También hubo efecto de verdad ilusoria: repetir que “esto nos hará más estratégicos” terminó por convencernos, aunque fuera solo una racionalización post-trauma digna de estudio.
Google no se equivocó. Solo dejó de compartir.
Y, como era de esperarse, el sesgo del punto ciego brilló como nunca: todos señalaban a Google como el villano, pero nadie admitía que llevábamos años abusando del sistema. Como si los millones de búsquedas diarias fueran parte de un trato implícito. Y bueno: nunca lo fueron.
La ironía final es que esta catástrofe técnica reveló el sesgo más ridículo de todos: el sesgo de control. La ilusión de que podíamos dominar el SEO porque teníamos datos. No resultados, no impacto. Datos. Como si el acceso a la SERP nos volviera oráculos del tráfico. Cuando en realidad, la mayoría de los dashboards solo sirven para confirmar nuestras hipótesis favoritas.
Lo que no se mide… se inventa.
Pero lo más peligroso no fue la pérdida de datos. Fue el vacío que dejó. La ansiedad de no saber. Sin herramientas, sin KPIs precisos, sin rankings fiables, empezamos a improvisar. A especular. A proyectar. Y ahí apareció la joya del sesgo cognitivo: la necesidad humana de conectar puntos incluso donde no los hay. Porque lo que no se puede medir, se interpreta. Lo que no se puede ver, se imagina. Y lo que no se puede justificar, se convierte en estrategia.
Así fue como algunos reinventaron el SEO como una disciplina “sin datos pero con intuición”. Otros, con más cinismo, comenzaron a vender “modelos predictivos” basados en… nada. Y claro, los más lúcidos hicieron lo correcto: buscar nuevas formas de observar sin despertar al dragón. Rascar sin dejar huella. Simular tráfico humano con más precisión que un chatbot con LinkedIn Premium.
Bienvenidos a la era del SEO sin espejo.
Y Google, mientras tanto, calla. No responde, no explica, no se disculpa. Solo mira. Desde su trono. Desde esa interfaz minimalista que lo dice todo sin decir nada.
Desde entonces, muchas herramientas han logrado adaptarse. Algunas implementaron sistemas alternativos de recolección con JavaScript. Otras ajustaron sus delays y priorizaron estabilidad sobre frescura. ¿Volvieron a la normalidad? No exactamente. Los datos regresaron, pero ya no se sienten como antes. Hay más restricciones, más latencia, menos profundidad. Y, sobre todo, más conciencia de que ese acceso no es garantizado. Es tolerado… hasta nuevo aviso.
El verdadero drama no fue el bloqueo en sí. Fue descubrir que nuestra forma de hacer SEO dependía completamente de algo que no controlamos. Y aunque las herramientas hayan vuelto a funcionar, algo se rompió: la ilusión de que obtener datos de Google era un derecho. Pero no lo era. Era un préstamo. Y puede cancelarse en cualquier momento. Tal vez eso no sea una amenaza, sino una invitación.
Porque quizás ese haya sido el verdadero regalo de esta crisis: obligarnos a dejar de mirar para empezar a pensar.
El SEO, tal como lo practicamos, se volvió una coreografía de inputs repetidos: ranking, clics, scroll, posición media. Todo lo visible se convertía en decisión. Todo lo invisible, se ignoraba.
Ahora que el espejo se ha roto, tenemos que mirarnos sin reflejo. Hacer SEO sin saber exactamente dónde estamos parados. Y eso, lejos de ser un drama, es una oportunidad: la de dejar de confundir observación con comprensión.
Tal vez sea el momento de que el SEO madure. De que dejemos de pensar como recolectores de datos y empecemos a operar como estrategas.
Menos certidumbre. Más criterio.
Y que el próximo dashboard no lo construya Google, sino tu criterio.